Con un siglo de distancia, la escena se repite: una nena entra al almacén con la lista de los mandados y pide lo que lee. El almacenero la mira desde el mostrador, elige cada producto atentamente, recuerda qué marcas suele llevar la mamá. Lo anota. Hoy, en un cuaderno de espirales. Cien años atrás, en una libreta con tapas negras de hule. Lo que cambió es el telón de fondo. Ingeniero White – ubicado a 7 kilómetros de Bahía Blanca – supo ser un pueblo de trabajo. Hoy es casi una postal de posguerra. Por ahí pasó la historia y arrasó.
El destino de los whitenses estuvo desde siempre atado al puerto y al ferrocarril. Las privatizaciones impulsadas por el ex presidente Carlos Menem en 1991 y la implementación del modelo neoliberal sepultaron definitivamente usos y costumbres que desde la fundación del pueblo, en 1885, habían ido tomando forma en torno a la actividad ferroportuaria. En los `90, la producción se escindió de la vida de todos los días y hoy a White lo rodean, como un animal amenazante, un polo industrial que concentra el 45 por ciento de la producción petroquímica del país y un puerto desde el que, en 2008, por dar un ejemplo, la multinacional Cargill exportó casi dos millones de toneladas de cereal.
El bicentenario encontrará a Ingeniero White muy cambiado desde aquella prosperidad de 1910, cuando se festejaban los cien años de la Revolución de Mayo. Hoy la actividad comercial agoniza y un recorrido permite ver que la mayor parte de los locales están cerrados y ofrecidos en alquiler. Cien años atrás, en cambio, todo el personal ferroviario se abastecía en lo que era un centro comercial muy activo. Desde los peones hasta el mismo superintendente de locomotoras llenaban ahí sus alacenas. Los jefes, incluso, tenían sus propias proveedurías, a las que se hacían traer esos lujos sin los cuales no podían vivir: lozas, cigarros. El resto de los trabajadores compraba en los almacenes de ramos generales, que vendían desde harina y manteca suelta hasta alpargatas y kerosén para los calentadores Primus.
Juana Dodero nació en White en 1932 y recuerda que el dueño de uno de los almacenes más grandes del pueblo le iba anotando a su papá, en la libreta de hule, junto con la cascarilla de cacao o la yerba, las cuotas de un terreno que le había vendido. Si su papá, que era peluquero, le cortaba la barba, después el almacenero se lo descontaba del terreno.
El destino de los whitenses estuvo desde siempre atado al puerto y al ferrocarril. Las privatizaciones impulsadas por el ex presidente Carlos Menem en 1991 y la implementación del modelo neoliberal sepultaron definitivamente usos y costumbres que desde la fundación del pueblo, en 1885, habían ido tomando forma en torno a la actividad ferroportuaria. En los `90, la producción se escindió de la vida de todos los días y hoy a White lo rodean, como un animal amenazante, un polo industrial que concentra el 45 por ciento de la producción petroquímica del país y un puerto desde el que, en 2008, por dar un ejemplo, la multinacional Cargill exportó casi dos millones de toneladas de cereal.
El bicentenario encontrará a Ingeniero White muy cambiado desde aquella prosperidad de 1910, cuando se festejaban los cien años de la Revolución de Mayo. Hoy la actividad comercial agoniza y un recorrido permite ver que la mayor parte de los locales están cerrados y ofrecidos en alquiler. Cien años atrás, en cambio, todo el personal ferroviario se abastecía en lo que era un centro comercial muy activo. Desde los peones hasta el mismo superintendente de locomotoras llenaban ahí sus alacenas. Los jefes, incluso, tenían sus propias proveedurías, a las que se hacían traer esos lujos sin los cuales no podían vivir: lozas, cigarros. El resto de los trabajadores compraba en los almacenes de ramos generales, que vendían desde harina y manteca suelta hasta alpargatas y kerosén para los calentadores Primus.
Juana Dodero nació en White en 1932 y recuerda que el dueño de uno de los almacenes más grandes del pueblo le iba anotando a su papá, en la libreta de hule, junto con la cascarilla de cacao o la yerba, las cuotas de un terreno que le había vendido. Si su papá, que era peluquero, le cortaba la barba, después el almacenero se lo descontaba del terreno.
Al vecino Florentino Diez le gusta destacar que cuando él era chico, en la década del `40, no era necesario viajar desde White a Bahía Blanca para abastecerse. En el pueblo se podía encontrar cualquier cosa que se necesitara. Los almacenes, detalla Diez, tenían doble puerta, una para la venta general y otra para el despacho de bebidas, donde al final del día se juntaban pescadores, marineros y trabajadores del puerto y el ferrocarril. Muchas cosas, como escobillones, ollas o plumeros debían colgarse del techo para aprovechar mejor el espacio. El pan, la harina, el arroz y los garbanzos se guardaban en cajoneras y algunos almacenes hasta vendían sábanas y pastillas para teñir vestidos. Otros la hubieran tenido difícil a la hora de una visita bromatológica: muy cerca del patio donde se horneaba el pan estaban las caballerizas, donde se preparaban los carros para el reparto a domicilio.
“Yo no sé por qué se pasó del papel al plástico”, se pregunta el whitense Hilario Brizzi a sus 80 años. “Antes te envolvían todo en papel de estraza, que era mucho mejor”, dispara. El contexto pone de relieve su queja y la convierte en una ironía feroz: en el polo industrial que rodea a Ingeniero White desde principios de los `70, la multinacional PBB Polisur fabrica el plástico que se usa para las mismas bolsas que él desprecia.
“La verdura se la compro a los bolivianos, que tienen buena mercadería y más barata. Los artículos de higiene y el resto de las cosas las compro en el supermercado o en el almacén del barrio”, detalla Leonor Brizzi, la de los ojazos azules. Si sus hijos van a Bahía Blanca en el auto, ella los acompaña y compra en WalMart, que es más barato, confiesa con un poco de vergüenza.
Dodero no duda a la hora de pensar una fecha de quiebre en la historia de los almacenes whitenses: “En 1955 se armó el despelote y los ramos generales empezaron a desaparecer”. Brizzi, en cambio, no va tan atrás y está convencido de que “fueron las privatizaciones las que aplastaron a White, ahí todos los negocios empezaron a cerrar”. En el medio, en 1971, llegó el polo petroquímico y cambió definitivamente el horizonte del pueblo. Lo llenó de chimeneas y vapores. Lo separó definitivamente de la costa y de la posibilidad de un balneario.
En un sábado cualquiera de este 2009, por las calles de Ingeniero White no se ve a casi nadie, solamente unos pocos chicos jugando en la vereda. Se destacan las persianas bajas de los cabarets y la silueta de los silos sobresaliendo por detrás de una cancha de fútbol. Un supermercado abierto y otro cerrado. No hay un alma en la calle. Quizás es por el viento helado que llega desde el mar. Quizás no.
“Yo no sé por qué se pasó del papel al plástico”, se pregunta el whitense Hilario Brizzi a sus 80 años. “Antes te envolvían todo en papel de estraza, que era mucho mejor”, dispara. El contexto pone de relieve su queja y la convierte en una ironía feroz: en el polo industrial que rodea a Ingeniero White desde principios de los `70, la multinacional PBB Polisur fabrica el plástico que se usa para las mismas bolsas que él desprecia.
“La verdura se la compro a los bolivianos, que tienen buena mercadería y más barata. Los artículos de higiene y el resto de las cosas las compro en el supermercado o en el almacén del barrio”, detalla Leonor Brizzi, la de los ojazos azules. Si sus hijos van a Bahía Blanca en el auto, ella los acompaña y compra en WalMart, que es más barato, confiesa con un poco de vergüenza.
Dodero no duda a la hora de pensar una fecha de quiebre en la historia de los almacenes whitenses: “En 1955 se armó el despelote y los ramos generales empezaron a desaparecer”. Brizzi, en cambio, no va tan atrás y está convencido de que “fueron las privatizaciones las que aplastaron a White, ahí todos los negocios empezaron a cerrar”. En el medio, en 1971, llegó el polo petroquímico y cambió definitivamente el horizonte del pueblo. Lo llenó de chimeneas y vapores. Lo separó definitivamente de la costa y de la posibilidad de un balneario.
En un sábado cualquiera de este 2009, por las calles de Ingeniero White no se ve a casi nadie, solamente unos pocos chicos jugando en la vereda. Se destacan las persianas bajas de los cabarets y la silueta de los silos sobresaliendo por detrás de una cancha de fútbol. Un supermercado abierto y otro cerrado. No hay un alma en la calle. Quizás es por el viento helado que llega desde el mar. Quizás no.
(Este texto lo escribí para un concurso de tea, no gané, pero me encantó escribirlo y todo lo que tuve que hacer para armarlo: viajar a White, escribir muchos mails, comer cosas ricas en el museo del puerto, contactarme con gente como Ana Miravalles, Leandro Beier o Sergio Raimondi, sacar fotos, hacer entrevistas con vecinos de White, discutir con mi papá por una frase o un título. En el medio también los volví locos a Marina y a Mariano.)
Bueno, hemos sobrevivido a los comienzos de tu carrera periodística; lo que no me mata me hace más fuerte. :)
ResponderEliminarA tu crónica la banqué a muerte, ya lo sabés (porque me gustó). Ahora se impone "San Telmo: una crónica", para tratar de explicar un poco la estrafalariedad que tenemos por aquí.
Querida Emilia, la única lectora de mi ex blog, acabo de descubrirte. Esas calles del barrio me sonaban familiares.
ResponderEliminarUn beso.
linda cronica > una sombra ya pronto seras .. melancolia e "progresso"
ResponderEliminara mí me gustó mucho, más allá del concurso creo que está bueno que lo hayas escrito para vos, y nadie más. a los demás nos gustó.
ResponderEliminarespero que andes bien.
un abrazo